Por: Jaguar Marmolejo
El
24 de diciembre de 1909 la familia Thomas se preparaba para disfrutar un año
más de una entrañable celebración, al comenzar la cena todo era perfecto. El
guiso de la señora Thomas impregnaba el ambiente con un olor apetitoso,
demostrando una vez más que era una excelente cocinera. Los niños jugaban y
esperaban el momento de los regalos y los mayores conversaban animadamente.
Nada hacía presagiar que algo acechaba a aquella gente, que el misterio se iba
a materializar de forma trágica rompiendo para siempre la familia.
Gritos de socorro
La
velada fue avanzando en medio de una conversación agradable. El cabeza de
familia, Owen Thomas, era un excelente anfitrión, como había demostrado en
anteriores ocasiones, y de su hospitalidad disfrutaban esa noche el comisario
del pueblo, el veterinario y el pastor de una localidad vecina, todos
acompañados de sus familias. En total eran quince personas. La fiesta avanzaba
y la señora Thomas se percató de que se estaba acabando el agua. No había
problema, a apenas unos metros de distancia de la casa tenían un pozo y solo
había que ir con un cubo a sacar un poco de agua. Como los mayores estaban en
medio de una agradable charla, decidió pedir a su hijo Oliver que saliese un
momento a buscar agua al pozo. Una decisión que la pobre mujer lamentaría toda
su vida. Oliver tenía once años, había ido en multitud de ocasiones por agua al pozo y no le importaba demasiado
dejar durante unos instantes el cálido ambiente que proporcionaba el hogar
encendido. Afuera hacía frío, pero había acabado de nevar y se veían ya las
primeras estrellas. El niño se calzó unas pesadas botas y, protegido con una
bufanda que amorosamente le había colocado su madre, salió resuelto con un
balde en la mano. Solo habían pasado unos instantes –después dirían los que se
quedaron en la casa que apenas fueron diez segundos– cuando todos se
estremecieron al oír un alarido del pequeño. Fue un grito penetrante, más que
nada de sorpresa, que inmediatamente después fue seguido por llamadas de
auxilio.
“¡Socorro,
me llevan!”, llegó a decir Oliver. Todos
los presentes salieron corriendo hacia la puerta. Owen Thomas cogió su fusil,
que colgaba de la chimenea, mientras exclamaba: “¡Un lobo!”. ¿Era posible que
ese gran depredador hubiese atacado al muchacho? El veterinario, el pastor,
otro granjero invitado… todos salieron portando armas, palos y una linterna.
Pero en el exterior no estaba el pequeño, no había nadie. Pudieron seguir el
rastro que el niño había dejado en la nieve: unas pisadas que se interrumpían
bruscamente, como si hubiese desaparecido sin dejar rastro o algo lo hubiese
alzado para llevárselo volando. Durante unos segundos, que parecieron eternos,
cundió el desconcierto, pero aún quedaba algo que les helaría la sangre. Todos
pudieron escuchar claramente de nuevo los gritos de Oliver, que, para sorpresa
general, venían de encima de sus cabezas: “¡Socorro, me han cogido! ¡Socorro!”,
le oyeron gritar. Todos los que lo estaban buscando quedaron anonadados.
Miraban hacia el negro cielo, pero no eran capaces de ver nada. Ninguna pista,
ningún indicio que les mostrase dónde se encontraba el niño y qué era lo que le
estaba llevando hacia el cielo. Pidieron al chico que les indicase dónde
estaba, pero el pequeño Oliver ya no dijo nada coherente, solo chillaba. Unos
gritos de terror que pudieron oír durante casi un minuto los desesperados
familiares y amigos, un tiempo eterno de impotencia en el que, para su
desconsuelo, la voz del pequeño se fue volviendo cada vez más tenue, como si
fuese subiendo y estuviese cada vez más lejos. Algo incomprensible había
sucedido. Alguien había arrancado a Oliver del suelo y se lo había llevado
volando. Aun después de la desaparición, y en medio del desconcierto, varios de
los asistentes siguieron buscando con la lámpara alguna pista. Pudieron
constatar que las huellas del muchacho sobre la nieve parecían normales, pero
se interrumpían bruscamente a unos 20 m de la casa. A 2 m de las últimas
huellas se encontraba el cubo, como si el niño lo hubiese soltado desde una
cierta altura. El resto de la noche siguieron dando vueltas, llamándolo,
intentando descubrir entre las tinieblas alguna pista que explicase el suceso.